Nunca he sido muy afín a la
religión. Mucho menos al proceso mental que esta conlleva, pues es la madre del
sentimiento de culpa con el que, de manera innata, nace con la sociedad
occidental, que año tras año vive con una mochila judeocristiana a sus
espaldas.
Un marco “sociopoliticopsicocultural “que tantos filósofos han
avalado, que tantos filósofos han criticado.
Nunca he sido muy afín a la
religión. A día de hoy, 365 días después de que fallecieras, sigo sin serlo.
Nunca he sido muy afín a la
religión. Sin embargo, la vida es lo suficientemente complicada como para querer complicarla más y
crear una versión dicotómica de la misma.
El ser humano necesita transcender, y
lo que es más importante, el cerebro necesita creer, crecer, dar sentido y
controlar cada pequeño detalle que intente salirse de la explicación lógica de
la razón.
Experiencias sucesivas corroboran
este planteamiento: viniendo de la facultad en el metro, con libro en mano, he
leído una frase que me ha incitado a continuar escribiendo esta entrada, que después
de la misa por la muerte de la madre de mi madre, decidí dejar en el borrador,
esperando algún tipo de motivación que me des-comprometiera emocionalmente de
esta situación tan personal sobre la que me encuentro escribiendo.
Finalmente, mi
motivación ha sido justo la contraria y continúo esta entrada de manera clara:
SÍ, escribí en una Iglesia, concretamente en la misa de mi abuela fallecida, en
mi libreta publicitaria de “la nevera
roja” acerca de la religión y de las cavilaciones que despertaba en mí. Cerrado
este paréntesis me gustaría continuar citando aquel libro que sostenía mi mano en
el metro:
“la vida humana no cesa nunca, bajo ninguna circunstancia. El inabarcable
sentido de la vida también incluye el sufrimiento y la agonía, las privaciones
y la muerte “en las horas difíciles siempre tenemos a alguien-un amigo, una esposa,
un vivo o un muerto o incluso un DIOS- que observaba nuestro comportamiento
ante el destino; y ese alguien no lo decepcionaríamos, a contrario, esperaba
que sufriéramos con orgullo y que muriéramos con dignidad”
Después de esta frase todos
pensareis que me dedico a leer obras depresivas sobre el sentido de la vida,
pero la realidad es que es un testimonio de un psiquiatra que sobrevivió en un
campo de exterminio nazi durante la segunda guerra mundial.
Este hombre, del
cual me he hecho una gran fan, trataba de crear terapias de grupo en los momentos
más difíciles, intentando sembrar en cada uno de los sujetos una mínima
esperanza, pues se comprobó, y ahora se sabe que aquellos pacientes que
conservan la esperanza de llegar más allá, de tener un futuro, una meta, un
objetivo; se mantienen luchando tanto física como psíquicamente contra las adversidades
para estar sanos a la hora de alcanzar su meta.
La frase que os he mostrado,
está recogida en un barracón sin luz, lleno de personas de todo tipo: enfermos
de tifus, personas a punto de dejar de ser personas, desnutridos e incluso cadáveres. Aun así, había esperanza y eso precisamente
era lo que los mantenía vivos.
Nunca he sido muy afín a la religión,
de frente a un cura vestido de verde velando por tu aniversario escribo estas palabras.
Tendré que agradecer a esta religión, a la que nunca he sido muy afín, la “tranquilidad”
que está proporcionando a las personas que tengo al lado. “santo, santo, santo
es el señor” se oye de fondo. Bienvenida sea, de la forma que sea, que aunque no
sea muy afín a ella, siembra esa esperanza.
Nunca he sido muy afín a la religión, bebamos, santo es el Señor.
En Madrid, a 17 de Septiembre de 2015
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