Era muy temprano, apenas había dormido pero había una idea que le rondaba
por la cabeza de manera insistente, que rompía con su ciclo de sueño que tantos
meses le había costado formar y establecer. Era un ciclo rebelde que presentaba
el primer aviso de aquella desconocida que llegaba hace años. Ahora todo ha
cambiado, ahora el insomnio no es más que otro paquete envuelto cuidadosamente
en su maleta de viaje.
Como decía, una idea le rondaba la cabeza, de repente quiso iniciarse en la
escalada. Sí, no es broma, quería escalar, alcanzar los picos más altos de la
adversidad y hacerse con las dificultades que ello conllevaba. La escalada es
un deporte que requiere entrenamiento, duro entrenamiento. Una preparación psíquica
y física cualificada que criba con ella los intentos fallidos, que tanto por exceso
como por defecto, quisieron un día iniciarse en la escalada, y finalmente se
iniciaron en la frustración. Los del exceso, quisieron probar la nieve de la
cima sin haber pisado el valle y los del defecto, miraban al cielo esperando
que sus sueños alcanzaran algún día aquel vertiginoso pico rocoso del que tanto
habían oído hablar. Y allí se quedó, en palabras y sueños que volaban hasta la
cima.
Para ella era distinto, desde hacía tiempo buscaba un estímulo que le
hiciera salir de la vía mesolímbica dopaminérgica, ese caminito amigdalino que
le hacía entrar una y otra vez en lo que la gente de a pie denomina “circulo
vicioso”. Lo cierto es que estaba mareada de tanto girar en aquel círculo y
buscaba desesperadamente un estímulo que le dejara salir de las redes centrípetas
de un camino sin fin. Por todo ello, para ella, era distinto.
En primer lugar, la escalada no era algo ajeno del todo, era experta en
construir murallas acorazadas en torno a sus emociones, pero nunca había probado
a subirlas por su propio pie y ver qué había al otro lado. Os diría lo que se
estaba perdiendo, pero como he dicho, nunca había probado a comprobar qué había
al otro lado.